Hace muchos años que no me tumbo sobre la hierba y miro al cielo. Recuerdo que cuando era pequeña e iba al parque con mis abuelos, me gustaba tumbarme sobre ella y quedarme desenmarañando los dibujos que las nubes nos incitaban a atisbar. Dragones, tortugas, osos... No había límites en el gran lienzo que se mostraba ante mí, los límites los ponía yo.
Cuando te tumbas desarmado, abriendo los brazos, y sin máscaras te muestras al mundo, tienes una sensación embriagadora. Es un vértigo reconfortante, el verte ahí tumbado bajo la inmensidad del universo, un vértigo que aporta, paradojas de la vida, seguridad y fuerza, libertad y arrojo. En ese preciso momento, no sólo tu imaginación viaja en el tiempo y en el espacio, no sólo es algo psíquico lo que sientes, sino algo físico... Es el descansar de tu cuerpo y sentir como si estuvieras suspendido en el aire, como si cambiaran la gravedad, y sintieras que el mundo se ha dado la vuelta.

Y si la noche te sorprende y el cielo descubre su manto cuajado de estrellas, y desvela el secreto que guarda bajo la luz del día, podrás admirar uno de los más inmensos placeres... Me siento segura cuando miro al cielo, es el contrapunto a mi persona. Sé que soy un mero puntito en toda esa inmensidad, sé que aglutinados todos esos puntitos vamos conformando los contornos, sé que soy una ínfima pieza en el gran entramado final... pero, y a pesar de todo, me siento segura cuando me descubro y me quito las máscaras de la cotidianidad.
Me tranquiliza mirar al cielo... me siento segura así.
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